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La Copa rinde tributo al Deportivo de Arsenio

Esta tarde se cumplirán 12 años desde que en el Santiago Bernabéu se juntasen 65.000 espectadores para disputar los diez minutos y treinta seis segundos que restaban para completar el encuentro de la final de Copa del Rey de la temporada 94-95, después de

MADRID.- 28/06/1995 -Javier Martínez- EL MUNDO

El fútbol saldó cuentas con el equipo de todos, consagró a una sociedad modélica y bendijo a un entrenador ejemplar. La Copa rindió tributo al Deportivo, a un conjunto marcado, víctima del fatalismo hace tan sólo un año y aliviado ayer con la conquista del primer título grande de su historia. Arsenio Iglesias podrá disfrutar de una jubilación dorada, con el premio que la Providencia pareció reservarle para la ocasión. A sus 63 años, y después de una vida profesional forjada en la penumbra, el técnico gallego se asomó en su última noche a la pasarela para recibir el testimonio a una trayectoria distinguida por el rigor y la honradez.

Madrid asistió a la puesta de largo del doble subcampeón de Liga, del equipo que tentó la suerte durante dos temporadas para quedarse siempre en el zaguán, sin derecho a traspasar la puerta por donde sólo entran los elegidos. Fue Alfredo, un futbolista curtido en los suburbios de la capital, un jugador de corte industrial, que sabe del sudor y del arrojo necesario para hacerse sitio entre los once, quien asesinó los monstruos de una vez por todas, quien acabó con el episodio trágico de una entidad que aún no había encajado el terrible golpe de la Liga perdida en la última jugada del último minuto del último partido, del campeonato que se negó cuando toda una ciudad hervía en blanco y azul.

Fue el centrocampista que salió del Atlético de Madrid con las orejas gachas, el hombre que quiso Arsenio, como a tantos otros rechazados en sus clubes, que han recalado en La Coruña para que él les extrajese lo mejor, les permitiese reivindicar su condición de futbolistas útiles para competir en la elite. El hombre que no empezó la final, el habitual recambio de Adolfo Aldana, decidió que no restaban diez minutos por jugar, ni mucho menos una prórroga. Un minuto le bastó para desmentir las previsiones de juego prudente y especulativo, para recibir un balón impagable de Manjarín, sostenerlo con el pecho y elevarlo a su cabeza para batir a Zubizarreta.

No habría lugar a la tortura de que todo se dilatase, de que el destino pudiese conducir al terror de los penaltis, una posibilidad que seguramente flagelaba la mente de unos jugadores que aún luchaban por suturar esa dolorosísima cicatriz que dejó aquella pelota que se le negó Djukic una tarde de junio ante idéntico rival.

Hubo tiempo para que flotasen de nuevo los fantasmas, para que Mijatovic dispusiese de otra falta de las suyas, desde el mismo lugar en que consiguió igualar el primer acto del sábado. Se santiguaba Liaño, derrotado por dos goles del montengrino en similar posición. Pero no acertó el mejor jugador del Valencia, buscó el palo izquierdo, golpeó abajo, cruzado, no demasiado lejos del marco, pero fuera al fin y al cabo.

Era cuestión de minutos, de acelerar los relojes para que el tiempo no traicionase el premio que aguardaba al fútbol gallego. El juego se volvió turbio, adulterado por las urgencias de unos y los nervios de otros. Se marchó Mendieta, con la excesiva sanción del peor personaje de una confrontación intensísima, del hombre que poco después clausuró la final, para dar paso al alborozo deportivista.

Y la velada perteneció definitivamente a Arsenio Iglesias, al hombre que atendía a los medios de comunicación con una paciencia mineral, antes de ser reclamado por un grito unánime desde la grada, de ser elevado al cielo, con la Copa, con ese galardón que le acompañará siempre, que iluminará sus noches mientras ve caer la hoja roja.